El 3 de junio de 1855, el gobierno del Partido Progresista decide intervenir para poner fin a una anomalía tecnológica española. Mientras que en Gran Bretaña, Francia, Bélgica o los territorios alemanes la construcción de una red principal de ferrocarril estaba prácticamente concluida, en España no se había construido ni medio millar de kilómetros. Los primeros fueron los que constituían dos pequeños ferrocarriles, el primero entre Barcelona y Mataró, con 28 km., y el que unía Madrid con Aranjuez, de 49. El resto, la línea, aún inconclusa, entre Madrid, Albacete y Alicante.
A mediados de siglo, configurándose en Europa el espíritu positivista que ensalzaba la ciencia y la tecnología como las grandes herramientas del triunfo de la Humanidad, los “caminos de hierro” eran parte esencial del zeitweist, el espíritu del siglo. El atraso español en este campo era especialmente inadmisible y los políticos se dispusieron a arreglar el problema con sus herramientas habituales: la ley y el presupuesto.
La Ley General de Ferrocarriles aprobada al efecto tenía un objetivo principal: recuperar las dos décadas de retraso que acumulaba España en la construcción de vías férreas. Adelantaremos que dicho objetivo se consiguió y que, aún sin los progresistas al mando, expulsados del poder en el año 1856, en 1868 la red principal podía darse por concluida.
¿Podemos decir, entonces, que los políticos españoles habían hecho un gran trabajo con dicha ley? ¿Empleó el Estado su poderosa mano de forma eficiente? Citando a mi maestro en la Universidad de Alcalá, D. Gabriel Tortella, la construcción del ferrocarril en España “se emprendió con excesiva precipitación. Las consecuencias de tal premura fueron una planeación deficiente, una financiación inadecuada y un trazado especulativo que dieron como consecuencia una infraestructura física y una estructura empresarial endebles”. El que nos hubiésemos puesto al día en los kilómetros construidos resultó no ser tan positivo como se había pensado, por cuanto los beneficios de tener por fin un país comunicado por tren fueron mucho menores que en el resto de países por la forma en que los políticos alentaron dicha construcción.
El mejor ejemplo de cómo un impulso político para el desarrollo de una actividad económica puede tener efectos contraindicados o inesperados lo tenemos en cómo la libertad arancelaria prevista en la ley impidió que los kilómetros de vías redundaran en el desarrollo de una poderosa industria pesada nacional. En los países que se estaban industrializando, la demanda de acero y maquinaria que suponía el desarrollo de los FFCC supuso un aliciente a la expansión de las industrias siderúrgicas, extractivas y de bienes de equipo, que serán fundamentales en el desarrollo económico de esos países. En España dicho aliciente no existió y la industria pesada tuvo que esperar varias décadas más para despegar en nuestro país, lastrando la ya de por sí morosa expansión de la industrialización en España.
Paradójicamente, la decisión política para acelerar el desarrollo del ferrocarril probablemente atrasó nuestro desarrollo industrial varias décadas.
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